Fue una figura de una
excepcionalidad serena, organizador de dos de las tres únicas grandes victorias
militares que oriente obtuvo contra occidente a través de 3.000 años de
historia.
A los 102 años de edad ha muerto
el general Vo Nguyen Giap. A decir verdad, muchos no sabían que vivía aun. Fue
el jefe militar del Vietminh y del Vietcong, y el estratega de la guerra larga
que sacó a su patria del yugo del colonialismo occidental, primero derrotando a
los franceses y luego quebrantando la fibra moral del ejército norteamericano,
empeñado durante una década por liquidar el esfuerzo del gobierno del PC de
Vietnam del Norte para acabar con la partición del país, unificándolo bajo una
sola bandera.
Fue una lucha de David contra
Goliat. Pero fue, sobre todo, un ejemplo de integridad moral, denuedo físico e
inteligencia política, solo concebible en el marco de la ola ascendente de las
revoluciones coloniales posteriores a la segunda guerra mundial, que parecía
venía a renovar las luchas de las generaciones revolucionarias que se habían
sucedido en occidente y oriente desde 1917 hasta el final de la guerra civil
española.
Hoy esas virtudes parecen
inverosímiles. Es porque se está viviendo un período de receso ideológico y de
confusión en las luchas populares, y sus vanguardias se han eclipsado. Nos
preguntamos cómo Giap habrá visto los cambios económicos que han puesto a
Vietnam, así como a China, en la vía de una transfiguración capitalista cuyos
resultados en muchos casos son deslumbrantes, pero que por cierto harían que
Mao u Ho Chi Minh se revolviesen en sus tumbas si tuvieran noticia de ellos.
Giap fue un estratego y un
táctico brillante. Sus virtudes no provenían sólo de sus aptitudes militares,
sino de su capacidad para combinar estas con una comprensión política de los
factores sociales, ideológicos y culturales que se movilizaban en la coyuntura
que le tocó vivir. No era un admirador de la fuerza, aunque la emplease cuando
le parecía necesario, incluso forzando los límites de lo aconsejable si se
medían sus propias capacidades para imponerse . Pero eso no sucedió con
frecuencia y, en los casos que tal situación se produjo, los resultados últimos
de la operación fueron positivos, si se atiende al carácter abarcador de los
factores que estaban en juego.
El general vietnamita era un
maestro de la guerra de guerrillas, esa variante bélica propia de las fuerzas
que se encuentran en manifiesta inferioridad respecto de los ejércitos
regulares, dueños de una potencia de fuego y de una aptitud tecnológica
abrumadoramente superior. Como muchos de los fundadores del Ejército Rojo en
Rusia o del Ejército Popular de Liberación en China, Giap era un amateur en las
lides profesionales, un autodidacta que se fue haciendo en la práctica de la
guerra y en el estudio de la historia militar. Esta enseña que la única forma
de combatir a un enemigo de las proporciones pantagruélicas del ejército
norteamericano y, antes, a otro más modesto, pero de cualquier modo muy
superior como lo era el francés, es la guerra de pequeñas unidades, del
"pego y me voy"; de emboscadas a pequeña escala que pinchan al
adversario e irritan y desgastan sus nervios. El apoyo activo o tácito de la
población local es un componente básico de este esquema de combate, y sólo se
puede lograr si esa población está ideologizada o instintivamente adherida a la
causa de la reivindicación nacional contra el ocupante extranjero.
Esta lectura de la historia
militar, sin embargo, no puede dejar de lado al otro factor que complementa la
ecuación: que la guerra de guerrillas no basta, que en algún momento es
necesario transformarla en una guerra clásica librada por un ejército regular
que sea capaz de derrotar a su enemigo en campo abierto y adueñarse así de
manera permanente del terreno que pisa. Por otra parte, el contendiente de la
guerrilla se fija como objetivo el arrancarla de su selva o de los escondrijos
donde se oculta, antes de que pueda pasar a esa fase, obligándola a librar una
pelea en un escenario abierto, en la certidumbre de que así podrá imponer su
aplastante superioridad numérica, armamentística y tecnológica.
Dien Bien Phu
Este esquema estuvo bien claro
para todas las partes que se vieron involucradas en las guerras de la península
indochina. Tanto es así que los franceses, con el general Henri Navarre a la
cabeza, idearon una trampa que creían debía forzar a los norvietnamitas a
pelear a cara descubierta, brindando así la ocasión para barrerlos del mapa
apelando a la superioridad artillera y al total dominio del aire que habían de
tener sobre una posición fuertemente preparada.
La trampa se montó en el campo
atrincherado de Dien Bien Phu, donde, en diciembre de 1953, los franceses
montaron una compleja estructura avanzada, muy adentrada en el territorio del
Vietminh. Interferían así en la vital ruta de abastecimiento que, bajando de
China, proseguía por Laos e iba a reequipar a las unidades guerrilleras que se
batían contra los franceses en el resto de la península. La trampa funcionó, pero
al revés. En efecto, el Vietminh hubo de librar un combate a todo o nada; pero,
valido de las habilidades tácticas de Giap y de su estado mayor, pudo montar
una poderosa fuerza artillera bien disimulado en las colinas que rodeaban la
base y avanzar por medio de excavaciones subterráneas hasta las proximidades de
la línea francesa, desde donde se lanzaron al ataque. El abastecimiento aéreo
de los franceses y la capacidad de ataque de su aviación se vio estorbada por
la llegada de un moderno equipamiento antiaéreo de origen soviético y, a la
vuelta de dos meses de batalla (de marzo a mayo de 1954) la guarnición francesa
hubo de rendirse, tras sufrir bajas que representaban casi la mitad de sus
efectivos. El costo para el Vietminh fue aun más alto, pero la victoria militar
se tradujo en una victoria política que llevó a los acuerdos de Ginebra y a la
retirada total de la potencia colonial.
El Vietcong y la ofensiva del Tet
Una década más tarde, la guerra
volvía a estallar, esta vez contra un enemigo mucho más poderoso. Estados
Unidos, tras sabotear los acuerdos alcanzados en Ginebra y que debían llevar a
la realización de elecciones en todo el país y a su eventual reunificación,
montó el incidente del Golfo de Tonkín para acudir de manera desembozada en auxilio
del gobierno títere que había instalado en Saigón y rescatarlo de la presión
del Vietcong. Presión fogoneada desde el norte del país, que había quedado en
manos comunistas. Los norteamericanos habían pensado que su abrumador poderío
aéreo, naval y terrestre, usado sin ningún tipo de contemplaciones, y una
acción decidida de búsqueda y matanza a través de unidades preparadas para las
actividades de contrainsurgencia y para batirse en la selva, volcaría las
tornas a su favor en poco tiempo.
Esta vez, sin embargo, fueron los
nacional-comunistas los que decidieron apelar al encuentro abierto en el
momento en que nadie se lo esperaba y cuando la opinión norteamericana,
atosigada por la propaganda, creía que las cosas andaban muy bien y que el
final de la guerra estaba a la vuelta de la esquina. El 30 de enero de 1968 los
norvietnamitas yla guerrilla comunista reclutada en el sur lanzaron una
ofensiva en todo el territorio del Vietnam del Sur. El objetivo era
desarticular al ejército survietnamita y paralizar a las unidades
norteamericanas con una serie de ataques puntuales, a la vez que se llamaba a
una insurrección popular para echar al invasor extranjero del suelo nacional.
La lucha duró meses y militarmente se resolvió en una costosa derrota para los
comunistas, sin que la tan ansiada sublevación popular se produjera, pero el
impacto psicológico en Estados Unidos fue tal que la empresa vietnamita pronto
se encontró en un callejón sin salida. Para salir de este el gobierno
norteamericano hubo de embarcarse en complejas y tortuosas negociaciones en
París mientras seguía operando en Vietnam y también en Camboya y en Laos. Pero
su capacidad para extorsionar al enemigo se vino abajo por la conmoción de la
opinión pública en Estados Unidos, asqueada del papel que jugaban sus soldados,
repugnada por la ininterrumpida lista de bajas y por la debacle moral de las
tropas norteamericanas en el terreno, cada vez más renuentes a salir de sus
bases para combatir a un enemigo otra vez elusivo.
El general Giap no parece haber
sido personalmente responsable de las operaciones, pero sin duda la ofensiva se
enmarcó en las premisas que él fijara para la guerra. Como dijo después:
"La ofensiva del Tet no fue sólo militar; fue más bien parte de una
estrategia combinada, que integraba factores militares, políticos y
diplomáticos".
Esta peculiar fusión de elementos
no suele ser bien percibida por los especialistas occidentales. Víctor Davis
Hanson, por ejemplo, un importante historiador militar norteamericano, sigue
sin explicarse con claridad los motivos del desbarranque de la operación
estadounidense en Vietnam y persiste en aducir que la retirada fue la
consecuencia del sensacionalismo de los mass media y de la ilimitada libertad
de acción concedida a los periodistas para informar sobre lo que estaban viendo
en el campo de batalla. Hanson cree que en última instancia la superioridad
militar de la que Occidente ha hecho gala a lo largo de su historia es la
consecuencia de la existencia de ejércitos conformados por hombres libres, provenientes
de sociedades determinadas por alguna forma de libertad de mercado. Sin
embargo, cuando habla del Tet, al que define como una abrumadora victoria
militar estadounidense, tiende a repetir la monserga de que, a pesar de esta,
los occidentales fueron obligados a retirarse porque el público doméstico no
podía soportar la visión de los horrores de la guerra en primer plano, mientras
que los vietnamitas, que no disfrutaban de ese beneficio, mantuvieron por esa
causa –y por el feroz disciplinamiento de su gobierno totalitario-, sus filas
firmemente unidas.(1) ¡Caramba! Los vietnamitas no tenían necesidad de
enterarse por la prensa de cómo era la guerra porque esta les llovía todos los
días sobre la cabeza.
Las victorias de Giap contra los
franceses y los norteamericanos se visualizan hoy como parte de un desarrollo
asiático iniciado en los albores del siglo XX y que en la actualidad, bajo
otras formas, está emergiendo como la magnitud desconocida del siglo XXI: la
irrupción del Asia como factor decisivo en la orientación de la política
mundial. Después de la victoria japonesa contra Rusia en la guerra de 1904, las
batallas que libró el general Giap contra los franceses y los norteamericanos
fueron los primeros éxitos militares de oriente frente a occidente. Esta lucha
va a proseguir, esperemos que de otras maneras. Pero todo es parte de un solo
desarrollo, el que poco a poco va igualando a los hemisferios en que se divide
el globo. Pero, ¿habrán de igualarse en el mismo modelo de explotación y
consumo? ¿O habrá un nuevo amanecer?
El general Giap ya forma parte
del batallón extinguido. Tito, Nasser, Nehru, Gandhi, Soekarno, Ho Chi Minh,
Mao tse dong, se han ido. Su huella es casi irreconocible en la herencia que
han dejado: pese a su victoria, pese a haber triunfado, difícilmente se
reconocerían hoy en la transformación que han experimentado los países que
liberaron. Lo mismo pasa, si hacemos abstracción de la persistencia de Fidel,
con las grandes figuras que poblaron el escenario latinoamericano.
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