Con gran desilusión el presidente
Santos tuvo que admitir de cara a la
desmirriada cumbre de países iberoamericanos de Panamá, que el carisellazo de
la paz que se jugó para Colombia no le estaba saliendo como lo tenía previsto
en consonancia con su agenda para reelegirse.
Después del fracaso de la paz
pastranista de la república independiente del Caguán, pasó más de una década
para que un nuevo mandatario se hubiese decidido por acometer la lidia de esta medusa.
Son muchos los intentos que se
han emprendido en el logro de un
convenio de paz. Se habla que desde los inicios del gobierno de Alfonso López
en el año 74, ya se cruzaban misivas con los jefes de las bandas armadas en
procura del inicio de una negociación. Hasta uno de los más connotados oráculos
de la oligarquía colombiana, el perínclito hombre del Partido Liberal Carlos
Lleras Restrepo tuvo su efímera participación en una comisión de paz durante el
gobierno de Julio César Turbay Ayala.
Ubicándonos ya en la década de
los ochenta , en el cuatrenio del “sí se puede” belisariano, el hijo del arriero de Amagá 3 días después
de posesionarse como presidente dijo en
la escuela militar de cadetes ..”delante de unos regimientos que lo atisbaban
entre remisos e incrédulos”… que “No quiero que bajo mi gobierno se derrame una sola gota de sangre de ningún
compatriota mío, de ningún soldado …ni de ningún guerrillero, que también son
hermanos nuestros”
Desde ese momento se inició para
Colombia una de las peores debacles, propiciando una guerra no declarada que ha producido centenares de miles de muertos, decenas de
miles de desaparecidos, millones de desplazados internos, despojo de tierras,
masacres y toda clase de iniquidades que
superan en número y atrocidad a las que el país y el mundo conocieron de lo que
se llamó como la época de la violencia colombiana.
Ya en este siglo e iniciando la
segunda década, un presidente de
prosapia liberal pero elegido bajo unas
banderas inspiradas en un modelo como el del frente nacional que gobernó
alternadamente este país por 16 años,
decide jugársela por la paz bajo el taimado propósito de reelegirse.
Al cabo de un año, los maestros
del oportunismo y la marrullería política
tratan de aguarle a Juan Manuel Santos su postulación al
premio nobel de la paz y posiblemente su
reelección para un nuevo período presidencial.
De la agenda de 5 puntos pactados solo se ha negociado uno y
eso incompleto. El que paga los platos rotos de este sainete es el pueblo que ha tenido que soportar bombazos a las
torres eléctricas, a los oleoductos, la contaminación de los acueductos y a
una incertidumbre peor que a la de los períodos de negativa a cualquier
tratativa con los insurrectos, como
fueron los tiempos del uribato.
Santos habla de suspender las
negociaciones mientras se hace la campaña electoral que se avecina, soporta el
embate de una derecha muy activa en el
rechazo a la mesa de La Habana, pero
sobre todo enfrenta el paso inexorable del tiempo que a todas luces se
constituye en el peor enemigo de sus cabildeos de paz y las
aspiraciones reeleccionistas.
Dejemos que sea el propio Francisco Mosquera con su
pluma y su genio político visionario,
quien les plantee un paradigma de cara a las mismísimas negociaciones de
Juan Manuel Santos con la idéntica banda
armada con la que pretendió negociar la paz Belisario Betancur en 1982.
De un artículo escrito por
Francisco Mosquera titulado ¿Qué es la
“paz”? publicamos una sección que Él llamó “La dilación de los
procedimientos”.
LA DILACIÓN DE LOS PROCEDIMIENTOS
"No quiero que
bajo mi gobierno se derrame una sola gota de sangre de ningún compatriota mío,
de ningún soldado... ni de ningún guerrillero, que también son hermanos
nuestros"
El mismo 7 de agosto,
ambicionando adueñarse del sentir general, el vencedor del 30 de mayo izó la
bandera blanca y arrancó con la tortuosa cruzada. "No quiero que bajo mi
gobierno se derrame una sola gota de sangre de ningún compatriota mío, de
ningún soldado... ni de ningún guerrillero, que también son hermanos
nuestros", dijo en la Escuela Militar de Cadetes, a los tres días de
posesionado, delante de unos regimientos que lo atisbaban entre remisos e
incrédulos. (2) Lloverían de inmediato las demandas de tres o cuatro ejércitos
del pueblo, cuyos estados mayores vislumbraban en los labios disertos del señor
Betancur el badajo de la campana anunciadora de las prologales conquistas de la
revolución. A partir de entonces la empresa conciliatoria entraría en una nueva
etapa, un lento y complejo torneo de aguante, no tanto por las disparidades
como por las concordancias. Mientras la rebelión armada se decide a vender caro
su aplacamiento, el presidente se resigna a pagar lo que cueste amansarla. Con
la resignación de éste crece el precio de aquélla y a la inversa. Al extremo de
que el proceso está bastante lejos de tocar a su fin, a causa de la infinidad
de materias previstas en las agendas de discusión, y a la abundancia de
requisitos, pasos, prórrogas e intervalos por cumplir. ¿Se prefiere pintar la
paloma a echarla a volar? ¿O será que los padres de la publicitada apertura
democrática obtienen más beneficios de los dolores del parto que de la
criatura? Para resolver el misterio al país no le queda otra que la de aguardar
a la culminación del suspenso. Hasta ahora conoce únicamente cuanto se han
dignado avisarle los meticulosos alarifes de la conciliación: que la
"paz" es muy difícil, los trámites muy prolijos y las condiciones muy
perentorias. No necesitamos reconstruir toda la trama, puesto que sus
bulliciosos y festivos episodios permanecen frescos aún en la memoria de las
gentes que los han vivido y padecido minuto a minuto durante más de un trienio.
Basta enumerar sus principales pasajes, junto a las disensiones generadas en el
seno de diversos estamentos y entidades, con el objeto de disponer de un telón
de fondo que nos sirva de referencia para el examen y las conclusiones de
rigor.
Cuanto se negoció y discutió, pública y privadamente, lo convenido y
aprobado en el Capitolio, las concesiones ofrecidas, todo, se había llevado a
efecto sobre la base de que cuando menos los petardos se acallarían y los
favorecidos con la gracia oficial no reincidirían en las andanzas por las que
se les absolvió.
De entrada hay que anotar cómo
los surtidos matices del anarquismo criollo, apenas con la ausencia del ELN y
de un ala disidente de las Farc, deponiendo antiguas rencillas se afanan en
unificar sus reclamaciones, coordinar sus maniobras y respaldarse mutuamente;
lo que ha redundado en el abultamiento de las exigencias elevadas a las
autoridades y en la dilación de los procedimientos propuestos. Levantado el
estado de sitio en el atardecer de la administración Turbay Ayala y suprimido
el nefasto Estatuto de Seguridad, el altercado giró en torno a la libertad de
los presos políticos y a la condonación de delitos como el secuestro, la
extorsión y el asesinato fuera de combate, que los legistas de la parte
opositora identificaban con el eufemístico calificativo de "anexos" a
la rebelión, mas para los jurisperitos y centuriones del régimen eran
escuetamente "crímenes atroces". El Ejecutivo accede y el Parlamento
vota la Ley de Amnistía conforme a los pedidos de los sublevados. Cada quien
creyó reafirmar lo suyo: un presidente bufo escenificando el papel de campeón
de la confraternidad nacional; unos congresistas borregos sublimando las
magnanimidades del despotismo burgués, y unas oligarquías impotentes
gloriándose no de eximir de culpa a unos cuantos adversarios detenidos o
interdictos sino de perdonarle la existencia a una revolución arrepentida. En
lo atinente a los activistas rehabilitados, éstos, una vez abandonaron las
cárceles, se calaron sus brazaletes y volvieron a enmontarse, tras la
determinación de continuar combatiendo a tiros por los acuerdos entre gobernantes
y gobernados y antes de que la patria llegue "al punto del no
retomo". Muchos actores y espectadores de la originaria ronda de la
"paz" cayeron presa de las naturales sensaciones del desconcierto. La
nación se sentía asaltada en su buena fe. Cuanto se negoció y discutió, pública
y privadamente, lo convenido y aprobado en el Capitolio, las concesiones
ofrecidas, todo, se había llevado a efecto sobre la base de que cuando menos
los petardos se acallarían y los favorecidos con la gracia oficial no reincidirían
en las andanzas por las que se les absolvió. Plumas exentas de cualquier
sospecha de inquina contra el pensamiento y las guapezas de los amnistiados no
vacilaron en catalogar de "grave error político" la burla a las
expectativas creadas. Esgrimieron razones como éstas: "Se están entregando
en bandeja de plata argumentos a la reacción".(3) Ciertamente la
ultraderecha, ni corta ni perezosa, ante un país enterado de los litigios por
la armonía, saltó a sindicar a los contingentes de la extrema contraria, y una
vez más a través de ellos al movimiento revolucionario en su conjunto, de otra
atrocidad, la de mofarse de la palabra empeñada. A los pocos días de sancionado
el texto legal por el cual se amnistiaban las infracciones de cinco lustros,
englobadas las menos defendibles, y cuando ya era del dominio público que las
guerrillas no renunciarían a sus azares y rebatos, El Tiempo pronosticó desde
su editorial del 25 de noviembre del 82: "El Ejército de Colombia tendrá
que afrontar, con el respaldo absoluto de las grandes mayorías nacionales, una
lucha abierta que, como todas las de ese género, desatará mucha violencia y
generará no pocos muertos". Fue así como aun al diario de los Santos, la
conciencia liberal hecha tinta, hasta la fecha parco en sus juicios sobre los
desplantes belisaristas, se le exaltó la bilis, llegando al extremo de
aguijonear a los militares para que procedan con vehemencia y sin
contemplaciones de ninguna índole.(4)
Una incógnita sí
había sido despejada: la amnistía no era la "paz".
Con la indignación de quienes
inútilmente condescendieron y la perplejidad de los que consideraban un éxito
sin paralelo la completa exculpación de los rebeldes, se cerró el capítulo
introductorio a este novelado esfuerzo por la convivencia civil. Una incógnita
sí había sido despejada: la amnistía no era la "paz". ¿En qué radica
entonces? A la audiencia en ascuas los miembros del M-19 replicaron desde las
puertas de La Picota con otras interrogaciones. "¿Quién se puede acoger a
la amnistía en zonas de guerra si no hay cese del fuego?" "¿Qué vamos
a hacer nosotros al salir de la cárcel si sabemos que a nuestros compañeros los
están atacando en muchos frentes?" "¿No se está convirtiendo esta
situación en un nuevo trampolín hacia la guerra?".(5) Con tales reflexiones
quedó inaugurada la fase subsiguiente, cuyo objetivo consistiría en obligar a
los dignatarios de los sumos poderes a suscribir una tregua que se tradujera en
un tácito reconocimiento de los brazos armados como fuerzas beligerantes. En el
lapso anterior la puja se había cifrado en el olvido de todas y cada una de las
conductas delictivas; ahora se centraría en la no entrega de los fusiles y en
la desmilitarización de las áreas neurálgicas. Nadie descartaba que la Casa de
Nariño convendría en agotar otros arbitrios. Mucho antes de la promulgación de
la amnistía con que el presidente, a través del Congreso, dispensó todas y cada
una de las faltas de sus impredecibles interlocutores, aquél había divulgado
sus teoréticas nociones acerca de que el generoso gesto no sería suficiente
para ponerle coto a las desconfianzas. Idea que con gusto y al unísono
esparcieron a los vientos los propagandistas de la "paz", desde los
obispos católicos hasta los pontífices del revisionismo, pasando por la gama
intermedia de exégetas y arúspices del emblema que haya despertado las mayores
ilusiones en la crónica contemporánea de la nación.
Empero, curiosamente, entre más
intérpretes coinciden respecto a los medios y propósitos, el apaciguamiento
menos descifrable se torna. Si la primera solicitud de los insurgentes requirió
alrededor de tres meses para ser satisfecha, la segunda habría de demorar año y
medio en concretarse. Mientras la una cosechó las instigaciones de los
gacetilleros de la élite ilustrada en pro de una pacificación a lo Pablo
Morillo y se enteró muy pronto del arrepentimiento de la Cámara de
Representantes por haber prestado oídos a Belisario Betancur, la otra,
ocasionando en su retardo serias fisuras entre la cúpula cuartelaria y su jefe
constitucional, repercutiría en la repentina sustitución del ministro de
Defensa y en el apremiante licenciamiento de un peligroso trío de generales
identificados con las quejas de su superior jerárquico.(6) Landazábal, en
declaraciones ampliamente reproducidas por los medios informativos y en juntas
reservadas de orden público, precisó de continuo cómo el perdón concedido por
la Ley 35 del 21 de noviembre de 1982, regía hacia el pasado y no hacia el
futuro de su promulgación, pugnando por una tónica diferente a la presidencial
en los tratos con los "subversivos", a los que, en las brigadas, no
se les ha dejado de equiparar con la delincuencia común, y ante quienes, por
consiguiente, no caben delicadezas ni miramientos singulares. El 17 de enero de
1984, cuando las discrepancias lucieron demasiado obvias e insoslayables, a los
oficiales de alto rango se les llamó a calificar servicios.
Temiendo un eventual pleito entre
las dos investiduras, los distintos estratos oligárquicos saltaron a apuntalar
los fundamentos jurídicos del sistema, así tuvieran que renovarle de relance el
respaldo a la administración responsable de empollar tantos entuertos en un
tiempo tan relativamente escaso. A la aguda recesión, a los trastornos de los
entes bancarios, al insondable déficit fiscal, a la enorme deuda externa y al
resto de las falencias materiales ningún burgués deseaba añadir la conmoción
anímica de una cura castrense, que en lugar de componer los negocios podría
empeorarlos. Las anomalías económicas le ayudaron a neutralizar los enredos políticos
al presidente, y éste, por lo menos momentáneamente, se sintió reconfortado
para no decaer en su ingrata faena de abogado del diablo.
Sobre las carreras muertas de cuatro militares de tres soles dados de
baja por Betancur se convino al fin el alto al fuego.
Sobre las carreras muertas de
cuatro militares de tres soles dados de baja por Betancur se convino al fin el
alto al fuego, en desarrollo del pacto
de La Uribe, suscrito el 28 de marzo entre la Comisión de Paz y las Farc. Pero
el alto no se selló definitivamente, como cabría esperarse, sino por un
"período de prueba o de espera" de doce meses y a partir del 28 de
mayo. A este armisticio lo seguiría el firmado durante la penúltima semana de
agosto por el EPL, el M-19 y un fragmento del ADO, completándose el mosaico de
los grupos insurrectos que optaron por tender un puente de tupidas relaciones
con el régimen belisarista. De los acuerdos se desprende que los alzados en
armas las "depondrán pero no las entregarán", para repetirlo con el
giro empleado por algunos de ellos; que habrá otra considerable tardanza con el
objeto de verificar la suspensión de las hostilidades, y que las partes
involucradas propiciarán más convergencias, de aquí en adelante tras la hazaña
de ver por aproximarse a escarificar las purulentas llagas de la Colombia
neocolonizada y atrasada, y esto conjuntamente, o sea el país redondo y sin
reparos de clase.
Resuelto dichosamente el segundo equívoco, los infatigables
compromisarios de la reconciliación se aprestaron a entrar en el tercer
laberinto: el Gran Diálogo Nacional.
En suma, el forcejeo, en lugar de
simplificarse y acortarse a medida que transcurre, se ha enmarañado y dilatado
enormemente. En compensación, los colombianos consiguieron saber que la tregua
tampoco era la "paz". Resuelto dichosamente el segundo equívoco, los
infatigables compromisarios de la reconciliación se aprestaron a entrar en el
tercer laberinto: el Gran Diálogo Nacional, con mayúsculas. Cual su nombre lo
indica, esta secuencia reside en emprender una intrincada polémica acerca, de
los candentes antagonismos políticos y de las profundas privaciones económicas
y sociales del país, con la participación de todas las fuerzas vivas,
comprendidos los gremios patronales y los sindicatos obreros, los directorios
partidistas y las asociaciones de consumidores, los cuerpos colegiados y la
acción comunal, la curia y los usuarios campesinos, la guerrilla y el ejército.
La autoría de la ingeniosa fórmula pertenece al M-19 que la concibió con
bastante anticipo, mientras que la supresión previa de los combates y la
verificación de la misma por un año fue más bien inventiva de las Farc. Cada
estado mayor insurgente se arrima a la mesa de negociaciones con su propio
portafolio de requisitos y reclamos, de cuyo estricto acatamiento depende la
conservación de su autonomía e identidad. Y puesto que la alianza los obliga a
secundarse entre si, refrendando sin falta las varias peticiones, por
redundantes o engorrosas que fueren, el proceso pacificador con cada etapa
vencida no gana ni en concisión, ni en rapidez, ni en claridad.
No obstante los dones milagrosos
y la desusada ocurrencia que les atribuyen sus promotores a las conversaciones
entre las diferentes clases y corrientes políticas, los intentos de amortiguar
el choque de los intereses encontrados mediante la persuasión de la plática son
tan viejos como el "contrato social" de Rousseau. En el Continente no
hay burguesía que en cierto momento histórico no hubiese puesto en vigor el
cacareado "diálogo" y algunas, incluso, a semejanza de lo acaecido en
el Perú bajo la férula del general Velasco Alvarado, han conseguido rubricar
compromisos de reformas con estamentos organizados de la población. Entre
nosotros, y sin ir más allá del interregno del Frente Nacional, el mandatario
de turno con frecuencia habla y propicia la "concertación" o el
"pluralismo ideológico" sin necesidad de abrumarlo con operaciones
terroristas.
López Michelsen, inmediatamente
después de ascender al solio en 1974, en un arranque de contagiosa demagogia llamó
a un entendimiento global entre los principales sectores vinculados a la
producción, conformando la célebre "comisión tripartita" que agrupaba
a patronos, sindicalistas y gobierno, y a la que un buen día recibió en la
residencia presidencial para avisarle que la nación atravesaba por un período
crucial, ante el cual se requería del noble renunciamiento de magnates e
indigentes por igual. El mamertismo, que integraba la comisión y asistió a la
reunión de Palacio, dejó una lastimera constancia en protesta por la burla de
que había sido objeto la membrecía revolucionaria. Luego se decretaría la
emergencia económica con su rosario de impuestos y alzas contra el pueblo, de
prebendas para los grandes potentados y demás medidas antinacionales y
antipopulares que distinguieron al "mandato de hambre". Y en lo que
llevamos del "sí se puede" ya hubo un primer ensayo de las
discusiones multilaterales, cuando se convocó en septiembre de 1982 la
"cumbre" de colectividades partidistas. Fuera de los funcionarios
gubernamentales y de algunos de los fragmentos en que se hallan divididos el
liberalismo y el conservatismo, concurrieron el Partido Comunista y el M-19,
encabezados por Gilberto Vieira y Ramiro Lucio, respectivamente. Que valga
destacar, el señor Vieira "pidió romper el monopolio bipartidista en la
Comisión Asesora de Relaciones Exteriores", es decir, cursó la solemne
demanda de una silla para su agrupación en dicho organismo; y el señor Lucio
anotó que "en los diez puntos del ministro de Gobierno están contenidos
los problemas fundamentales de la vida colombiana".(7) Los contactos, el
intercambio de opiniones y los concursos de oratoria entre clases y entre
gremios, congregados de trecho en trecho por las burguesías dominantes, no
tipifican, pues, ninguna revolucionarizaci6n de las modas democráticas, ni en
Colombia, ni en América Latina, ni en el resto del mundo. Además, al cierre de
tales floreos los trabajadores de ordinario confirman cómo se les ha extraviado
algo de sus magras entradas o de su independencia política.
Notas.
2 El Espectador, agosto 11 de 1982.
3 Aludimos a una columna de Daniel Samper Pizano, difundida
por El Tiempo del 26 de noviembre de 1982. Samper colaboró con su colega
Enrique Santos Calderón en la fundación del grupúsculo hipomamerto Firmes, al
que luego renunciaron ambos, dejando el malogrado ensayo partidista en manos de
Gerardo Molina, Diego Montaña Cuéllar y Jorge Regueros Peralta, miembros
supérstites de la generación de la "revolución, en marcha" de los
años treintas.
Cinco días antes Santos Calderón también había comentado que
"no entiendo el recrudecimiento de acciones armadas por parte de
movimientos guerrilleros que vienen hablando de paz y apertura democrática. A
veces da la impresión de que el gobierno, de Betancur les hubiera cogido la
caña al promulgar una amnistía para la que en el fondo no estaban preparados, o
que tal vez no esperaba".
En igual forma se expresaron otras personas a las cuales
nadie podrá tachar de propugnadores de la represión anticomunista. El candidato
presidencial del señor Gilberto Vieira en 1982, Gerardo Molina, según, noticia
de la fecha arriba mencionada y de la sección política de El Espectador a cargo
del redactor Carlos Murcia, "pidió a Jaime Bateman y sus compañeros que
recapaciten porque sería un grave error político que rechazaran la amnistía que
se les brinda de manera tan amplia y que la utilizaran sólo como una treta para
obtener la libertad de sus presos".
Y el 29 de noviembre, por información de El Tiempo, el mismo Molina
se atrevió a asegurar lo siguiente:
"...tal vez por las condiciones en que ha vivido en los
últimos años distanciado del país, metido en el monte, sin referencias de lo
que se vive en las ciudades-, Bateman no está en condiciones de darse cuenta de
lo que la opinión nacional desea.
"Me da la impresión de que es un hombre temperamentalmente
inestable, que fluctúa mucho, y eso lo lleva a que adopte en poco tiempo líneas
de conducta muy diversas".
El 26 de noviembre, la articulista de El Espectador, María
Teresa Herrán, exhaló así su desencanto: "A la opinión pública le queda la
impresión amarga de que, en cierta forma y mientras no se le demuestre lo
contrario, el M-19 le ha estado mamando gallo al país. La expresión muy criolla
y muy colombiana es la precisa para calificar esa inconsistencia en las
determinaciones, o esa manera poco franca de ir sacando las cartas poco a poco
para ridiculizar a la contraparte".
Hasta doña Clementina Cayón, la señora madre del entonces
jefe máximo del M-19, en entrevista concedida a El Espectador del 24 del mes
referido, manifestó su sorpresa: "La verdad que he quedado completamente
desconcertada, ya que yo estaba convencida de que él se acogería a la amnistía
en esta semana aquí en Santa Marta y más concretamente en la Quinta de San
Pedro Alejandrino, pero tal parece que cambió de pensamiento y eso en realidad
me tiene bastante preocupada y me ha puesto muy triste y no sé lo que pueda
pasar de aquí en adelante".
Las anteriores opiniones son apenas unas cuantas de las
muchas propaladas a raíz de la expedición de la última amnistía y de la respuesta
que a ésta le dieron los alzados. Las traemos para ilustrar los aturdimientos
que, entre los más sinceros defensores de una pacificación voluntaria,
produjeron los rumbos inusitados hacia los cuales confluyó el primer intento de
"apertura" de Belisario Betancur. Testimonios irrefragables en los
que falta, por supuesto, el no menos autorizado de Gabriel García Márquez,
quien, asimismo, plantó sus pinitos críticos por aquella data y en idéntica
dirección.
4 No obstante el riesgo de aburrir a los lectores a punta de
citas, recordemos algunos de los pronunciamientos de los otros matutinos de la
capital, a guisa de prueba del enojo oligárquico. Conste que nos limitamos a un
sector representativo sí pero reducido de la gran prensa, cuando 1982 agonizó
en medio de las sanguinolentas amenazas de célebres figuras de la alianza
bipartidista dominante que se sintieron majaderamente engañadas con los precarios
frutos de la amnistía.
La República, órgano de la antigua vertiente ospinista aliada
cercana del pastranismo, estuvo permanentemente objetando la suavidad del
gobierno frente a la insurgencia guerrillera. El 25 de noviembre de 1982 se
reafirmó todavía más en sus malos augurios:
"La actitud de los alzados en armas que orienta Bateman
no nos sorprende. Nunca creímos en su sinceridad y en sus deseos de regresar a
una vida normal y civilista. Distantes de este tipo de ingenuidad así lo
creímos y por ello nunca nos arrebató el lirismo de la operancia de la amnistía
(...).
"Se impone una vez más, algo que permanece irreductible
en nuestras convicciones: el total apoyo e irrestricta confianza para nuestro
ejército".
Ese mismo día El Espectador, a pesar de haberse constituido
en un apoyo constante para Betancur desde las toldas liberales, de todas
maneras conminó al presidente a salvaguardar la "integridad
nacional":
"...a la actitud asumida por los dirigentes del M-19, no
se puede dar más que el calificativo de una treta inaceptable para el país y el
Gobierno. Porque, sencillamente, esconde una burla y pone de bulto una
contradicción flagrante en sus propósitos (...)
"No se hace así la paz. Entre otras razones, porque la
Constitución Nacional ha erigido al Presidente de la República en jefe supremo
de las Fuerzas Armadas, y le ha confiado la guarda de la integridad nacional,
que no se vulnera sólo cuando el extranjero huella su territorio, sino también
cuando se consiente por omisión o por gratuita dádiva el cogobierno
paralelo".
Y el 23 de noviembre, El Siglo, por ser el vocero de Álvaro
Gómez Hurtado, ex embajador en Washington, ex designado y virtual candidato único
del conservatismo para las elecciones presidenciales de 1986, había fijado su
posición en términos un tanto diplomáticos:
"Sería inapropiado que insistieran en otros puntos
adicionales para plegarse a la amnistía. Primero que todo porque ella no es una
negociación entre el Estado y los grupos guerrilleros, sino una concesión de la
autoridad legítima a quien no la tiene. Y en segundo lugar porque la 'tregua'
que solicitan los guerrilleros, y que implica una desmilitarización de los
territorios donde se desarrolla la lucha, equivaldría a otorgarle a la
guerrilla, en su aspecto militar, un carácter de beligerancia idéntico al del
estamento militar legítimo del Estado, y a entregarle, por lo tanto, un
importante territorio de la nación. La amnistía no puede convertirse en una
descalificación del Ejército colombiano, ni es una tregua entre dos fuerzas
enfrentadas. El Ejército tiene la misión constitucional de velar por la
integridad del territorio patrio, y esa misión es inalienable y por lo tanto
debe cumplirse".
5 El Espectador, noviembre 24 de 1982.
6 Decimos que hubo arrepentimiento de la Cámara porque, como
se recuerda, la corporación, con todo y haber expedido alborozadamente la
amnistía, aprobó poco después una destemplada proposición contra la Presidencia
de la República, rechazando casi que por unanimidad la invitación a que una
comisión de parlamentarios asistiera al "Banquete de la Paz",
organizado en el Hotel Tequendama por Belisario Betancur. Aunque el choque
entre los dos órganos del poder debióse en realidad a que el Ejecutivo objetaba
las dietas del Congreso, los representantes decidieron desquitarse evocando la
memoria de Gloria Lara, asesinada no hacía mucho por el grupo que la había
secuestrado, y vaticinando el fracaso de la política pacificadora. El 2 de
diciembre de 1982, El Tiempo reveló apartes de la proposición de la Cámara.
7 El Tiempo del 16 de septiembre de 1982 dio una detallada
informaci6n sobre los inocuos resultados de la "cumbre política".