Este
artículo fue publicado en el periódico del MOIR, Tribuna Roja No.3, en Noviembre de 1971.
Habrá
quien cuestione por qué se republica un artículo escrito hace 43 años. La
respuesta es que nunca ha perdido su
validez histórica y que hoy más que nunca mantiene su vigencia. Las
estadísticas sobre las que se basa este artículo son las del último censo
nacional agropecuario realizado por el gobierno, hace precisamente 43 años.
Puede
ser que las cifras hayan cambiado, pero
relativamente las de hoy con las de hace 43 años, guardan una proporción que en
nada varía la almendra de lo que aquí se plantea. En esencia las causas del atraso en el campo de hoy no se han modificado respecto de las de hace 43 años y más;
vayamos a los albores del nacimiento de la república.
A
los más “rojos” de la izquierda del siglo 21 se les olvidó el problema agrario
colombiano en consonancia con lo
que aquí se plantea. Están buscándole la
cuadratura al círculo tratando de inventar lo que ya está inventado. Dicen
que el campesinado pobre colombiano ya no peleará por su reivindicación más
sentida que es la lucha por la tierra.
Los
nuevos magos de la revolución no quieren reconocer la necesidad de redistribuir la propiedad rural para llenar el campo
colombiano de nuevos propietarios. Hablan de la masificación de los empresarios
agrícolas y la proletarización del campesinado pobre, de los aparceros y de los
pequeños propietarios.
Más
bien algunos tratadistas de la burguesía
colombiana se han atrevido a reconocer el replanteamiento de la propiedad rural
en aras de equilibrar el tremendo desajuste que allí se ha venido presentando
desde hace 200 años y agudizado aún más
de hace 25 años para acá.
Víctimas del doble yugo del
imperialismo yanqui y de los terratenientes, los campesinos colombianos se
debaten en la explotación, el atraso y la miseria.
Según estadísticas oficiales, un
millón trescientas cincuenta mil familias campesinas poseen 6.300.000
hectáreas, mientras que 18.200 propietarios poseen 10.200.000 hectáreas, o sea
que el 94.5 por ciento de los propietarios tiene el 28.6 por ciento de la
tierra y el 1.3 por ciento el 46.4. Desde el punto de vista de la tenencia de
la tierra, estos son los dos polos fundamentales de la contradicción en el
campo colombiano.
Sin embargo, y de acuerdo con las
mismas estadísticas, la contradicción es mucho más aguda, ya que un millón de campesinos
pobres posee solamente un millón trescientas mil hectáreas. En el otro extremo
de la contradicción, hay 636 grandes terratenientes poseedores de siete
millones de hectáreas. En promedio, cada uno de estos grandes terratenientes
posee más de 11.000 hectáreas, cuando cada familia campesina tiene menos de una
hectárea y media para subsistir, sin contar los centenares de miles de
asalariados agrícolas que no tienen tierra en absoluto.
Esta abismal diferencia en la
posesión de la tierra perpetúa en el campo colombiano un sistema atrasado de
producción basado en el sojuzgamiento y la explotación de los campesinos por
parte de la minoría terrateniente. Los terratenientes mantienen al campesino en
una situación de dependencia económica, lo explotan mediante las más variadas y
complejas formas de servidumbre, como el pago en trabajo, en especie o en
dinero. Este sistema, en esencia feudal, es causa del estancamiento de las
fuerzas productivas, conserva las técnicas y procedimientos más rudimentarios
de explotación de la tierra.
La tierra cultivable en Colombia
son 35 millones de hectáreas, sumando las grandes extensiones de los
terratenientes, los pequeños y medianos predios de los campesinos pobres y
medios, las haciendas de los campesinos ricos, las propiedades y concesiones de
los grandes monopolios, las sabanas comunales, los resguardos de indígenas y
las posesiones estatales. De este gran total, 30 millones de hectáreas están
dedicadas a ganaderías extensivas y sólo tres millones se utilizan en cultivos
agrícolas. Aproximadamente 21 millones de hectáreas de las tierras ganaderas
son pastos naturales. En agricultura mecanizada hay únicamente 800 mil
hectáreas en las que se aplican técnicas de cultivo relativamente modernas.
El dominio del poder terrateniente en el campo colombiano entraba la
producción agrícola, convirtiéndose en un aliado natural del Imperialismo
Norteamericano al permitir de esta manera que el Estado oficie como comprador de excedentes agrícolas estadinenses con el perverso pretexto de que
aquí no los producimos, por lo que se
debe “velar por la seguridad alimentaria” manteniendo surtidos los graneros de
la nación a costa de la quiebra y la miseria del campesinado colombiano.
LA TRABA IMPERIALISTA
Pero el sistema de explotación
terrateniente no es la única causa del atraso y la miseria de los campesinos. A
ésta se agrega otra que es la principal: la dominación y la explotación
neocolonial del imperialismo yanqui sobre la nación colombiana. El imperialismo
obtiene jugosas ganancias mediante el saqueo de los recursos naturales y
materias primas del país, la venta obligada de los productos de la industria
norteamericana y las inversiones del capital tanto en la ciudad como en el
campo.
Los gigantescos monopolios
norteamericanos no sólo despojan a Colombia de sus minerales, maderas y
petróleo, sino que destinan también inversiones a la explotación de la caza y
la pesca. Estos monopolios gozan de concesiones que les dan posesión sobre
inmensas extensiones de tierra, de las cuales desalojan violentamente a
indígenas, colonos y pequeños agricultores. Las regiones que sufren la
expoliación imperialista quedan a la postre completamente arrasadas.
A través de distintos institutos
de mercadeo, crédito, educación e investigación, el imperialismo ejerce un
riguroso control sobre la producción agropecuaria del país. Los programas de
extensión e investigación adelantados por el Instituto Colombiano Agropecuario
(ICA), por ejemplo, están destinados a promover la venta de semillas
“mejoradas”, fertilizantes, insecticidas y todos los demás productos de los
monopolios agroquímicos. Cosa semejante sucede con los programas del Instituto
de Mercadeo Agropecuario (IDEMA) orientados principalmente a colocar excedentes
agrícolas y pecuarios de los Estados Unidos en el mercadeo nacional. Por
intermedio de la banca oficial y demás organismos financieros el imperialismo
controla y distribuye el crédito. Con estos y otros instrumentos de dominación
el imperialismo yanqui estanca o destruye determinados renglones de la
producción agropecuaria nacional, según le convenga a sus insaciables
intereses.
Luego de la apertura de César Gaviria Trujillo de 1990, se inició el desmonte
de todas las empresas estatales feriándolas a precio de gallina flaca. Uno de
los sectores que ameritaba con más urgencia de esta acción fue el agropecuario. El INCORA luego del Pacto de Chicoral lo habían
venido marchitando; el IDEMA ya no era necesario puesto que el reinado de la
economía de mercado “regularía” los precios de los alimentos y la intervención
estatal representaba nada más que una herejía, así en el 2013 luego del Paro
Nacional Agrario el gobierno de Juan Manuel Santos le hubiere tocado comprarle la producción a los paperos quebrados. El ICA lo
convirtieron en el correveidile de las multinacionales productoras de semillas
y pesticidas. La hoja de ninguna planta
se mueve en Colombia sin el permiso de
Monsanto, por ejemplo.
El pillaje imperialista cae como
pesada carga sobre el pueblo. Sólo dos clases, infinitamente minoritarias,
traidoras a Colombia y enemigas del progreso, sacan beneficio en su condición
de aliadas irrestrictas de los dominadores extranjeros: la gran burguesía que,
empotrada en los organismos claves del Estado, participa como intermediaria en
los negociados del imperialismo; y los grandes terratenientes, cuyo sistema de
explotación sobre los campesinos se ve apuntalado por la dominación
neocolonial.
REFORMA AGRARIA
Desde la aprobación de la Ley 135
de 1961, que creó el INCORA, la reforma agraria en Colombia lleva 10 años de
ser aplicada por los cuatro gobiernos del Frente Nacional. Ha quedado en esta
década plenamente comprobada la naturaleza de la reforma agraria oficial. Una
reforma hecha por el imperialismo yanqui para aumentar sus ganancias y consolidar
su dominación, a la vez que estrangula la producción nacional y protege el
sistema de explotación terrateniente.
Todos los programas del INCORA
dependen de los préstamos de los organismos financieros imperialistas
efectuados en condiciones gravosas para la economía y la soberanía del país. En
turbios negocios se ha comprado a los terratenientes tierras de la peor calidad
a los mejores precios. Se obliga a los campesinos “beneficiados” con los
créditos a comprar productos norteamericanos y ganado a los terratenientes,
hipotecándolos de por vida. Con las obras de infraestructura se adecúan y
valorizan las grandes fincas. Sólo se han entregado 100.000 títulos de
propiedad a los campesinos, de los cuales 90.000 corresponden a tierras de
colonos. Los 10.000 restantes son contratos de venta de pequeñas parcelas con
plazos hasta de 20 años. Ninguno de estos “nuevos propietarios”, ni los
campesinos que reciben créditos, ni los de las llamadas “empresas comunitarias”
pueden disponer libremente de la tierra.
El Frente Nacional a través del
INCORA ha gastado alrededor de 7.000 millones de pesos en la reforma agraria.
En realidad esta cifra es tres veces más grande, si se le suman los fondos del
IDEMA, del ICA, del INDERENA y del resto de organismos estatales o semi-estatales,
cuyos presupuestos también contribuyen a financiar la política oficial agraria.
Las enormes erogaciones no han repercutido favorablemente en la producción
agropecuaria. Por el contrario, ésta ha disminuido en relación al aumento de la
población. En los últimos años Colombia ha efectuado importaciones de casi
todos los productos alimenticios, desde trigo, maíz, cebada, hasta huevos y
leche. Buena parte de estos productos, procedentes principalmente de los
Estados Unidos y que ocasionan al país una salida constante de divisas, son
materias primas que el gobierno importa y luego vende, con pérdidas, a empresas
norteamericanas de alimentos instaladas en Colombia. La llamada reforma agraria
“integral” es un negocio integral del imperialismo yanqui, a costa del
estancamiento de la producción nacional y de la miseria del pueblo.
En 1990 cuando se inició la APERTURA gavirista se importaban 700.000
toneladas de productos agropecuarios. Para finalizar el año 2008 se estaban
importando 9.800.000 toneladas. Solo en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez desde
que inició a 6 años después, había incrementado
las importaciones agropecuarias en tres millones de toneladas.
Otra cuestión de capital
importancia para el imperialismo y las clases dominantes colombianas en su política
de reforma agraria ha sido la pretensión de dirigir al campesinado mediante la
creación a nivel nacional de una “organización campesina” controlada y
subvencionada por el Estado.
Los más distinguidos promotores
de la reforma agraria oficial, quienes no hacen más que repetir al pie de la
letra, como Carlos Lleras Restrepo, las orientaciones impartidas por el
imperialismo yanqui, insisten en la necesidad de una “organización de
campesinos” que someta mansamente las masas rurales a los abusos de los terratenientes
y de las autoridades y que colabore en el campo al estricto cumplimiento de las
leyes. Para crear una organización de esa naturaleza, el Estado montó todo un
aparato burocrático de funcionarios especializados y ha venido preparando
“líderes” en cursos de “capacitación campesina”.
La extrema izquierda colombiana se dejó embelesar por los cantos de
sirena lleristas y sus empresas comunitarias. A ellos les pareció que el mismo
Estado estaba promocionando el socialismo en el campo con las tales empresas
comunitarias, y soñaron que la burguesía colombiana refundaba las
cooperativas agrícolas de la URSS de los años 30, en nuestro territorio. Dócilmente se pusieron al
servicio del Estado comandando la ANUC, que fue la organización campesina de
bolsillo promovida por los enemigos de los propios campesinos.
REVOLUCIÓN AGRARIA
1971 ha registrado muchas luchas
de obreros y estudiantes. Sin embargo, se puede afirmar que éste es un año
especialmente rico en combates campesinos.
Centenares de fincas han sido
invadidas por miles de campesinos en todos los departamentos del país. Las
invasiones son un rechazo categórico a la política agraria del imperialismo
yanqui y sus lacayos, la prueba contundente de que esta política ha fracasado.
Los campesinos, ejecutores principales de la revolución agraria, se levantan y
comienzan a hacer valer su derecho de únicos y legítimos dueños de las tierras
que trabajan.
Al fragor de estas primeras
batallas y enarbolando la consigna de “la tierra para el que la trabaja”, los
campesinos han empezado a crear sus propias organizaciones, independientes del
tutelaje de las clases dominantes y conformadas por los campesinos pobres y
medios.
Por experiencia propia las masas
campesinas han ido descubriendo quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos.
Saben que los agentes del Gobierno buscan dividirlos, amarrarlos de pies y
manos y entregarlos indefensos a los explotadores. Han aprendido que para
emanciparse de la explotación del imperialismo y de los terratenientes tienen
que librar luchas supremamente duras y largas, luchas que adquirirán las formas
más elevadas. Y con la ayuda de las organizaciones proletarias han venido
comprendiendo que su más íntimo amigo es la clase obrera, que la alianza
obrero-campesina y la dirección obrera es la salvación y única garantía del
triunfo.
De toda la situación
anteriormente descrita se desprende que la lucha de los campesinos colombianos
está dirigida no sólo contra la clase terrateniente sino principalmente contra
el imperialismo, y hace parte entrañable de la lucha del pueblo colombiano por
la liberación nacional. La lucha campesina es la esencia misma de la revolución
colombiana en la presente etapa, una revolución antiimperialista y antifeudal
de las amplias masas populares bajo la dirección de la clase obrera. Esta es la
concepción proletaria, la concepción marxista-leninista del problema agrario,
el único enfoque correcto de la realidad nacional y del desarrollo histórico de
la sociedad colombiana.
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