Desde 1977 se han producido más de 176 muertes de humildes mineros en la región carbonífera de Amagá (Antioquia) todo a causa de la desmedida codicia de los propietarios de las minas que solo piensan en engordar sus bolsillos a costa de la explotación inhumana de los trabajadores mineros, sometiéndolos a largas e ilegales jornadas de trabajo en condiciones laborales deprimentes y sin las medidas de seguridad industrial pertinentes que exige esta clase de actividades.
El 14 de
julio de 1977 y a causa de una explosión de gas
grisú perecieron 86 trabajadores, reconocidos oficialmente pero se habla de más
de 100, en las minas Villa Diana y el
Silencio. El 7 de Noviembre de 1981 en la misma mina de El Silencio 5 mineros
perecen a causa de un derrumbe. El 16 de Junio de 2010 en la mina San Joaquín 73
mineros mueren asfixiados por acumulación de gases; y este 30 de Octubre de
2014 en la mina la Cancha, 12 trabajadores quedan atrapados en las profundidades
de esta veta al reventarse un tambor de agua que inunda las galerías.
La repetida
sucesión de tragedias no ha merecido la atención del gobierno para exigirle a
los propietarios de las explotaciones las más estrictas medidas de seguridad.
La laxitud del cumplimiento de las normas, es la norma. A esto se suma la
explotación ilegal a la que recurren las familias de campesinos empobrecidos de
la región, que se adentran en los socavones abandonados en peligro de
inundarse, derrumbarse o ser objeto de explosiones por acumulación de gases o
producción de vapores letales.
Es el destino de
los miserables de este país que deben sobrevivir contra viento y marea a costa
del riesgo de sus propias vidas. Esos
días en cada cuadra de Amagá hubo un velorio y en cada puerta un soldado.
Quise reproducir
íntegramente un artículo que publicó el periódico Tribuna Roja en su edición
No. 27 de 1977, en donde se hace una reseña muy completa sobre la tragedia de
las minas carboníferas El Silencio y Villa Diana del Municipio de Amagá, Antioquia, a propósito del drama que viven hoy en la misma
región las familias de 12 campesinos mineros atrapados en los socavones de la mina La Cancha, por una
inundación.
“Para Industrial Hullera y el gobierno la vida de
un minero vale menos que un bulto de carbón. Durante no sé cuantos años
exigimos mejoras en las condiciones de trabajo y buen mantenimiento para
carrileras y malacates. Permanentemente hemos demandado de las autoridades
laborales que hicieran cumplir las disposiciones sobre salud ocupacional, que
inspeccionaran los socavones y comprobaran su pésima ventilación. Jamás nos
escucharon. Hoy nos matan a más de 100 compañeros y encima nos echan la
responsabilidad; aquí los únicos culpables son ustedes”, exclamó enfurecido
Hernán Taborda, presidente del Sindicato de la Industria Minera de Antioquia,
cuando el administrador de la mina Villa Diana pretendió señalar a los
trabajadores como causantes de la explosión de gas grisú, acaecida el pasado 14
de julio, en la que perecieron calcinados y asfixiados más de 100 mineros de
Amagá.
Una mina cementerio
Industrial Hullera, propiedad de los más grandes
consorcios industriales de Antioquia como Coltejer, Fabricato, Pilsen, Cementos
El Cairo, Cementos Argos, Tejicóndor y Vicuña, es una de las principales
productoras de carbón en Colombia y extrae cerca del 40% del tonelaje total del
departamento. No obstante que sus dueños la catalogan como el yacimiento más
tecnificado y moderno del país, Industrial Hullera carece de equipos de
salvamento, tiene un flujo de aire cinco veces inferior al necesario, su
elevada temperatura interior sobrepasa los límites máximos exigidos por las
normas internacionales de seguridad.
Pero las “garantías” brindadas por los amos del
carbón a sus esclavos asalariados son todavía más aterradoras. Laborando en
jornadas de ocho, diez, doce horas, los mineros escarban las entrañas de la
tierra acosados por el calor, semidesnudos, hambrientos, privados de la luz
solar durante meses, hostilizados por los caporales y perseguidos por los
empresarios cuando claman justicia. Este arriesgado trajinar lo adelantan los
obreros en insalubres y deficientes condiciones de trabajo: túneles que no
poseen instrumentos de detección de gases, ni sistemas de escape en caso de
incendio o derrumbe, ni controles de humedad y de aire enrarecido.
Por otra parte, sin asistencia médica, sometidos al
infame sistema de contratistas que los despoja de sus prestaciones sociales,
los mineros de Amagá viven y luchan su existencia de zapadores insomnes
condenados a la miseria por una reducida mafia de capitalistas. Con razón, los
trabajadores llaman a Industrial Hullera la mina cementerio.
Mitin en la madrugada
En los días previos a la tragedia, los mineros
venían denunciando en mítines y reuniones la falta de seguridad y las
reiteradas violaciones empresariales a la convención pactada, al término de una
victoriosa huelga de 53 días, en marzo del presente año. El 26 de junio
aprobaron lanzarse a un paro indefinido si el monopolio hullero rechazaba las
reclamaciones formuladas por la organización sindical, en el sentido de dar
estricto cumplimiento a lo firmado por las partes.
Precisamente, en la madrugada del fatídico 14 de
julio, la junta directiva del sindicato, cuya entrada a las instalaciones
estaba proscrita por la gerencia, presidió una reunión de protesta junto a la
boca mina de Villa Diana, en lo cual los trabajadores acordaron no laborar
horas extras, ni el domingo 16 ni el miércoles 20, feriado nacional, con el fin
de repudiar la política antiobrera de la compañía. Acudieron ante el
administrador y le advirtieron sobre los notables aumentos de temperatura
registrados en la mina. Este, indiferente a las quejas de los explotados, respondió
amenazante: “Trabajen, a mí lo único que me interesa es la producción”.
A regañadientes, los hombres penetraron en la
insegura mina para relevar a sus compañeros del primer turno de la madrugada,
de tal forma que, cuando se encontraban dentro de ella los trabajadores de las
dos jornadas, ocurrió la brutal explosión en los socavones del manto uno.
El amargo amanecer de Amagá
A eso de las cinco de la mañana, una incandescencia
letal restalló en los pasillos de la excavación, sembrando desolación y ruina a
lo largo de las galerías principales. Una llamarada recorrió en un santiamén
todos los vericuetos de la mina. Las vías de acceso quedaron taponadas, los
cápices de los techos se derrumbaron y las rocas sepultaron a los
desguarnecidos mineros. La banda transportadora, repleta de cisco, se paralizó
por el corte instantáneo de la energía eléctrica y el gas se propagó como una
mortaja por pozos y salones de Villa Diana y el Silencio. Para los habitantes
de Amagá el más amargo día había despuntado.
Inválidos y menores laborando
Entre los cadáveres ennegrecidos que alcanzaron a
ser extraídos de la mina antes que la empresa suspendiera definitivamente el
rescate, se contaba el de Hernando Acevedo, sordomudo, de apenas 16 años, hijo
del viejo minero Tocayo Acevedo.
El inválido era uno de los menores de edad que
Industrial Hullera, en su avara crueldad, engancha sin control ninguno para el
arduo laboreo de la minería, con paga muy inferior a los salarios vigentes,
directamente o a través de arrendatarios. Desde tiempo atrás el sindicato ha
denunciado esta política, sin que hayan valido sus protestas para que los
rapaces dueños de la mina la suspendan.
Negligencia criminal
El grisú es fundamentalmente una mezcla de metano y
oxígeno, de gran poder detonante. Hay dos métodos conocidos en Colombia para
detectar su presencia. La lámpara Davis, que funciona mediante el reavivamiento
de su llama ante el gas. Y el metanómetro, instrumento de medición más
avanzada. Pues bien, en Industrial Hullera no emplean ninguno de los dos. Hasta
una crónica de El Tiempo, julio 24 de 1977, revela esta gravísima situación:
“Se afirma que hasta hace aproximadamente cinco años existían en la mina ocho o
diez lámparas, que servían para que un capataz y dos ayudantes bajaran a los
socavones a inspeccionar y detectar el grisú. Si las lámparas Davis se hubieran
utilizado la noche del 14 de julio, no habrían muerto 86 mineros”. Y para
completar se cita al minero William Zapata: “Las lámparas de seguridad Davis se
están enmoheciendo en las bodegas de la compañía porque solo las sacan cuando
llegan las inspecciones del Ministerio del Trabajo”. Es comprensible, entonces,
cómo sobrevino la catástrofe que hoy enluta a una población entera y a la clase
obrera colombiana.
Lágrimas de cocodrilo
Conocidas las primeras informaciones acerca de la
hecatombe, familiares y compañeros de los trabajadores emprendieron la dolorosa
tarea de rescatar los cadáveres. A la cabeza de estas labores estuvieron los
miembros de la junta directiva del sindicato que, paradójicamente, salvaron sus
vidas debido a las medidas persecutorias de la empresa que los había suspendido
durante varios días.
Horas después aparecieron en Amagá las primeras
brigadas de socorristas, bomberos, policías y soldados, pertrechados de
inadecuados y obsoletos equipos de salvamento. Y detrás arrimó la caravana de
la hipocresía.
El gobernador y sus secretarios prometieron ayudar
a los damnificados, construir un barrio para las viudas y los huérfanos, abrir
una “exhaustiva” investigación y, sobre todo, poner a funcionar prontamente la
mina. Pero por experiencia los trabajadores saben que a la hora de la verdad los
patronos remueven cielo y tierra, compran funcionarios venales, para birlarles
a las viudas y a los huérfanos las indemnizaciones a que tienen derecho. Un
buen número de compañeros muertos fue empleado a través de contratistas,
quienes ya están pregonando que no tienen dinero para atender las obligaciones
originadas en la tragedia. Por ello, las gentes de Amagá han recibido
indignadas las lágrimas de cocodrilo de sus explotadores.
En cada puerta un soldado
El mismo día de la catástrofe, sin importarle la
enorme pena de Amagá, el Ministro del Trabajo sólo se preocupó de que la industria
antioqueña tuviera garantizado el suministro del carbón y en tal sentido
dirigió un mensaje al gobierno seccional, urgiendo la inmediata militarización
del municipio para asegurar la producción del mineral. En esa afrentosa
comunicación el alto funcionario no tuvo siquiera una palabra sobre la pérdida
de tantas vidas útiles y honradas.
Un joven minero recriminó en varias oportunidades a
la Defensa Civil la presencia de personal armado en las galerías. El coronel al
que me quejé por semejante procedimiento me impidió entrar a la mina. Joven, me
dijo, de turismo no se necesita a nadie. Le contesté, “ustedes son los que van
de turismo hacia el núcleo de la tierra. Deje entrar a mis compañeros que ellos
si se rayan la piel y usted no”.
Las calles de la población fueron patrulladas por
piquetes militares y las instalaciones de la mina encomendadas a la tropa. En cada cuadra de Amagá hubo un velorio y
en cada puerta un soldado.
Heroicas acciones proletarias
El coraje y la congoja producidos en los mineros
por la desaparición de sus compañeros, indujo a muchos de ellos a efectuar
actos de extrema intrepidez. Francisco Madrid, antiguo militante del MOIR, se
adentró al tajo con la esperanza de encontrar vivo a alguno de sus camaradas.
Provisto de una pequeña botella de oxígeno, apenas suficiente para 15 minutos,
descendió seguido por el entibador Arnoldo García, quien explica lo acontecido:
“Ya estábamos de regreso cuando vi a Pacho Madrid que caía. Perdió la
mascarilla y la botella se le rompió. Comenzó a gesticular desesperadamente.
Con ese calor, con ese humo, bajitico, azul, ¿quién podía salvarse? Caminé
anestesiado casi por completo. Un compañero me echó a sus espaldas y me sacó.
Al otro día, estando nosotros en el entierro común, supimos que habían recuperado
el cadáver de Pacho. Había entregado su vida heroicamente.
En el horroroso desastre fallecieron también los
recordados militantes y activistas del MOIR Roberto Quintero, Javier Trujillo,
Gustavo Vélez, Ramiro Ángel. Francisco Valencia, Libardo Florez Macías, Luis
Posada, Orlando Marín, Luis Eduardo Restrepo, Fabio Álvarez, Juan Castaño, José
García, Emilio García Castañeda, Pedro Pablo Marín y otros.
Multitudinario y emocionado sepelio
Más de 20.000 personas entre familiares, amigos,
allegados y gentes del pueblo de Amagá se concentraron desde el medio día del
viernes 15 de julio frente al atrio de la iglesia, para testimoniar sus
sentimientos de dolor, indignación y solidaridad. Decenas de ataúdes fueron
alineados en una impresionante ceremonia en un costado de la plaza. Pancartas
rojas y negras en las que se leía: “Compañeros caídos, “Vuestro silencio es
grito de combate” y “La sangre y sudor mineros son riqueza para Hullera”,
“Gloria eterna a los compañeros caídos”, fueron extendidas al frente de los féretros.
Coronas de flores, entre las que se destacaba la enviada por el camarada
Francisco Mosquera a nombre de la dirección y la militancia del MOIR, cubrían
los catafalcos. Delegaciones del Frente Sindical Autónomo de Antioquia (FSA),
organización a la cual está afiliado el sindicato minero, de Fecode,
Sittelecom, Fedeta, Utran-UTC y el Bloque Sindical Independiente de Antioquia,
presidían el acto, en medio del adolorido silencio de la multitud.
Francisco Mosquera en Amagá
El viernes 15 de julio en las horas de la mañana el
secretario general del MOIR, camarada Francisco Mosquera, ligado por las
batallas de muchos años a los mineros, se presentó en Amagá junto con el
compañero José Roberto Vélez, dirigente nacional de ANAPO, para expresar a los
trabajadores las condolencias del Frente por la Unidad del Pueblo. Concurrieron
también Carlos Virgen, secretario regional de ANAPO, y el escritor Jairo Aníbal
Niño.
Dos días después el candidato presidencial del
Frente por la Unidad del Pueblo, Jaime Piedrahita Cardona, y su esposa Amparo
Echavarría de Piedrahita, visitaron a los obreros y los acompañaron en su
pesar. Con ellos estuvo de nuevo Francisco Mosquera. Asimismo, Jaime Jaramillo
Panesso, Carlos Virgen y dirigentes regionales de la ANAPO y el MOIR.
El gobernador no pudo hablar
Culminados los oficios religiosos le correspondió
intervenir a Hernán Taborda, en representación de los trabajadores. Las
autoridades, temerosas de que el pueblo amagacita escuchara de boca del líder
obrero la verdad, intentaron boicotear sus palabras y apagaron el equipo de
sonido en el preciso momento en que denunciaba la absoluta y exclusiva
responsabilidad de la empresa y el gobierno. Las cadenas radiales
interrumpieron también sus transmisiones. A los gritos de “Dejen hablar a Taborda”
y “los asesinos lo quieren acallar”, la iracunda muchedumbre respaldó al
dirigente.
Cuando Taborda terminó su alocución, el gobernador
de Antioquia pretendió dirigirse a los presentes. El gentío, ofendido por la
desfachatez del representante oficial, inició la marcha fúnebre con sus
muertos, sin escucharlo. Banderas enlutadas y ramos de flores de numerosos
sindicatos y partidos de izquierda secundaron a los dirigentes mineros hacia el
cementerio.
Ya en la cripta central, un cabo del ejército quiso
desplazar al compañero Taborda del sitio que le correspondía. Entonces, la
incontenible masa obligó a los esbirros a retirarse. “Aquí manda el compañero
Taborda”. “Este es nuestro dolor, fuera los asesinos” y “Tóquenlo y verán como
se daña esto”, gritó la multitud. Enseguida, con altivas y conmovedoras frases
el presidente del sindicato brindó un postrer adiós a sus hermanos de clase y
solicitó un minuto de silencio en honor a los caídos. Consignas
antigubernamentales y antipatronales retumbaron por todo el cementerio.
Un homenaje nacional a la memoria de los mineros
muertos en Villa Diana, programado por el sindicato para el domingo 24 de
julio, fue arbitrariamente suspendido por el gobierno.
Este desastre, uno de los más grandes
ocurridos en veta alguna del mundo y el peor que recuerde la historia de la
producción en Colombia, es una muestra fehaciente de los feroces excesos de los
explotadores y de su voraz afán de enriquecimiento a costa del sudor, la salud
y la propia vida de los hijos del proletariado, únicos verdaderos forjadores de
toda la riqueza social. Por ello en todo el país se ha levantado un clamor que
condena a los responsables del crimen de Amagá y que exige que esta deuda de
sangre sea cancelada.
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